martes, 19 de abril de 2011

MURCIA/ La lluvia sí que no perdonó

Cinco segundos después de que El Perdón se colocara en la puerta de San Antolín, dispuestos sus estantes para recorrer la legendaria carrera magenta, como si de una catarata de lágrimas se tratara, el cielo se derrumbó sobre Murcia. La inquietud creció al compás de la lluvia que, sobre el fondo de la tibia luz de las farolas, parecía crecer a cada instante. Diego Avilés, el presidente de la Cofradía, inicia las consultas obligadas, siempre amargas para un nazareno, aún más para él, que estrena procesión. Siete pasos están en las calles, siete pesados tronos arropados por cientos de cofrades.
El consiliario y párroco de San Antolín, Rafael Ruiz, los regidores y la junta directiva aguardan dos, tres, cuatro minutos. Los estantes de El Perdón, firmes sus pies junto a la remota cuesta de salida del templo, solo obedecerán a los cabos de andas, Los Rojos, los timoneles del mítico paso del Cristo. Una multitud aguarda inquieta en la plaza, cuajada de paraguas, de improvisados gorros de bolsas de plástico. No amaina. La suerte está echada. Y la orden se precipita: que regresen los pasos, ya protegidos bajo plásticos. Pero antes de revertir el desfile, El Perdón caminará unos pasos hacia la plaza, donde cunde la desilusión.
Los cientos de espectadores congregados explotan en un aplauso. Chorrean las banderas magenta que cuelgan de los balcones. El agua, en los rostros de pena, se mezclan con la lluvia. Y avanza El Perdón, desafiando al chaparrón, como si quisiera conjurarlo. «¡Que esperen diez minutos, que esto para enseguida!», propone un voz entre la multitud. Pero ya es tarde. La suspensión enciende los teléfonos móviles. La noticia, en apenas unos segundos, recorre toda la carrera como un relámpago. La organización no ha fallado.
En la plaza, convertida en epicentro de la Murcia nazarena, El Perdón da la vuelta de regreso a su parroquia. Bajo la lluvia. Su espléndido caminar por la ciudad ha durado cinco minutos, apenas cuarenta pasos desde la cancela. «Sería un riesgo seguir, el asfalto ya es un peligro. Está para que alguien se mate», sentencia un estante veterano. Hay quien no opina así.
Como en cualquier suspensión de un desfile se hace presente una balanza invisible en la mente de cualquier nazareno. En un platillo, el sentimiento, el haber aguardado un año entero para acompañar las imágenes que veneraron los padres y los abuelos. En el otro, la responsabilidad de proteger el rico patrimonio artístico. Y, como en cualquier suspensión, solo resta un titular: lágrimas y responsabilidad. Los cofrades de La Soledad no llegarán a pisar la calle. El resto, al menos, ha recorrido una parte de la ciudad. Dos horas ha durado su desfile que, como la muerte, se desvanece de improviso.
Jesús en Getsemaní, el Prendimiento, Jesús ante Caifás, la Flagelación, la Coronación de Espinas, el Encuentro de la Vía Dolorosa y la Verónica van regresando a la parroquia. Murcia los acompaña, sin abandonar la carrera porque ha escampado. «¡Ya sabía yo que pararía!», exclama alguien. Pero a destiempo. Por los altavoces instalados para organizar la salida del cortejo se anuncia que, cuando todos los pasos se hayan recogido, El Perdón volverá a la plaza para culminar la procesión que no ha sido. De nuevo, aplausos y lágrimas. Abrazos de consuelo, palabras de ánimo. «Cuando no puede ser, no puede ser…», advierte un regidor.
Sánchez Lozano y Toledo, Salzillo y Sánchez Tapia. Sin olvidar a Castillejos, a Damián y al gran maestro, Hernández Navarro lo llaman. Estos son los escultores de tan espléndida Pasión, aquellos que soñaron un día con arrancar al Señor de la madera baldía. Por eso, cuando la Soledad derrama sus lágrimas bajo el templo, sus cofrades la arropan y allí, al pie mismo de la tarima, gimen con ella. «¿Por qué llora la Virgen, mamá?», pregunta un niño. «¿Por qué va a ser? Porque se ha suspendido la procesión», le responde.
La tarima de El Perdón cruje otra vez, húmeda por la lluvia y el llanto de sus estantes. Son hombres como varales que como chiquillos lloran, porque no alzarán a Cristo por las calles cuatro horas. Un año de larga espera, diez minutos de derrota. Doce meses de ilusión para no alcanzar la gloria. Alguno quizá no esté el próximo año en la cola. Pero no lloréis por Él, es Él quien por vosotros implora.
Y ahí nos quedamos, en la cuesta del Señor del Malecón. Así quiso Él que fuera. ¡Qué tronío los estantes! De comandantes, Los Rojos. En el puente va María. Por babor, la Magdalena; San Juan en estribor arriba.
Hacia el puerto de la Gloria; mar de fondo, burla antigua; como batuta, un estante; como marea, la lluvia que solo duró un instante. Acabó la sinfonía de este velero andante que, en apenas en unos metros, condensó nazarenía, con notas de magenta y sangre.

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