A. Botías/ La Verdad
La huerta de Murcia, como si de un corazón se tratara, palpita. Y aunque ya nadie se acuerde, conforma un auténtico sistema de arterias que, en lugar de transportar sangre, distribuye el agua a sus últimos rincones, para luego recogerla en venas que exprimen hasta la última gota. Tan preciso es el engranaje, y tan similar al cuerpo humano, que si en éste existe el colesterol, no menos perjudicial resultan los atranques en la red de acequias. Por ello, cuando llegaba marzo, había que abordar la monda y desbroce, lo que garantizaba que el torrente circulatorio se mantenía tan sano como las frutas y hortalizas que daba la tierra. Pero, ¿qué había que sanear?
Las acequias mayores, que aún serpentean entre el espectacular crecimiento experimentado por la ciudad en la última década, se denominan Aljufía y Alquibla o Barreras. De ellas derivan otras cuarenta acequias menores, que se ramifican en hijuelas y estas, a su vez, en brazales y regaderas. Las aguas sobrantes se reúnen en pequeños cauces llamados escorredores, que van creando azarbetas hasta convertirse, por la reunión de varias de ellas, en azarbes, de los cuales dos se conocen como mayores. Grandes o diminutos, todos los canales había que mondar, según establecían las remotas Ordenanzas de la ciudad y la huerta.
La recopilación de las normas y costumbres que, desde tiempo inmemorial, habían regido la huerta y el campo de Murcia corrió a cargo de Juan de Medina, escribano principal del Concejo de Murcia, quien comenzó su redacción en 1579. Otros continuarían su obra. Hacia mediados del siglo XIX tomaría forma el texto definitivo hasta su actualización hace ahora tres décadas, para adecuarlo a la Ley de Aguas. Como novedad, en 1881, los murcianos conocieron por entregas, a través del Diario de Murcia, el proyecto de Ordenanzas redactado por Pedro Díaz Cassou.
La trascendencia de la monda era capital. De hecho, uno de los primeros privilegios otorgados a la ciudad por Alfonso X, fechado el 28 de abril de 1310, se dedicó a este menester. Aunque al menos tres siglos antes, bajo la dominación musulmana, ya se practicaban estas limpiezas anuales de los cauces. Desde entonces se sucederían diversos decretos reales para impulsar o recordar la necesidad de adecentar acequias, azarbes y brazales.
Las Ordenanzas de la Huerta establecen que los cauces de riego se mondarán todos los años «en el mes de marzo, primero las de un lado de la huerta y luego las del otro». Concretamente, el primer domingo del mes se cortaba el agua en los terrenos donde comenzara la monda, «la cual deberá estar acabada al tiempo de que pueda empezarse en el otro lado el domingo tercero del año».
El coste de la monda recaía en los huertanos o labradores mientras los gastos por obras de rehabilitación corrían a cargo de los dueños de las tierras, salvo en la acequia de Churra la Nueva, donde desde antiguo se consideraba la monda una obra nueva. De igual forma, los molineros estaban obligados a limpiar aquella parte por donde tomaban agua sus ingenios. Durante la monda y la llamada remonda, en el mes de agosto, los molinos paralizaban su actividad y sólo les estaba permitido moler a los situados en la capital, junto al Puente Viejo.
No siempre gozó esta labor del interés de los principales interesados. Su costo parecía desorbitado. De hecho, en 1891, el Ayuntamiento acordó iniciar la monda de oficio, después de quedar desierta la subasta. Pero no por ello era intrascendental el mantenimiento de los canales libres de suciedad. Ya no por facilitar las tareas de riego, sino para prevenir enfermedades «por no adoptar los sistemas de drenaje que la ciencia y la experiencia aconsejan», según un redactor de la época.
Nadie aprendió la lección. En 1926, la Junta de Hacendados protestó ante el Ayuntamiento de Murcia por el impuesto establecido para abordar los trabajos de la monda. Ascendía a 75.000 pesetas de la época. Por otro lado, los periódicos arremeterían en diversas ocasiones contra la subasta pública de este menester, por considerar que los concesionarios del servicio no lo realizaban de forma adecuada. El Diario de Murcia, como siempre, fue el más combativo, denunciando que los canales «permanecen inutilizados para el riego e infectos».
Multas a los pedáneos
El Consistorio murciano promulgó en 1865 un bando exigiendo a los labradores y huertanos que realizaran la monda en todos los canales, escorredores, azarbes y azarbetas que atravesaran el interior de sus propiedades, antes del día primero de mayo. De esta forma se evitaba el remanso de aguas pútridas cuando el calor apretara. El objetivo era prevenir infecciones y contagios. Correspondía a los pedáneos vigilar el cumplimiento de la norma y emitir un informe sobre las deficiencias observadas. De no hacerlo antes del 15 de mayo, se enfrentaban también a una cuantiosa multa.
Basta releer los periódicos del siglo XIX para comprobar que la monda siempre fue noticia. Y, a menudo, por sus consecuencias. Eso sucedió en 1877, recién inaugurado el actual teatro Romea, cuando los vecinos denunciaron que, a las espaldas del edificio, «existe un símil del desierto del Sáhara». Se referían a la existencia de montones de arena, que ya no sólo entorpecían la moda de la acequia Caravija sino que la impedían.
Tremenda polémica se suscitó en los diarios, cuyos redactores denunciaron que la construcción del teatro había bloqueado el paso del agua por aquella acequia. Pero, en cambio, también criticaron a los procuradores de la acequia, quienes se negaban a mondarla. El propio alcalde intervino para ordenar, según la ley, que procedieran a su saneamiento. Hoy, siglo y medio más tarde, aún parecen palpitar las acequias bajo el asfalto y el desarrollo de la ciudad. Y aún, aunque nadie parezca saberlo, se mondan estos cauces. Quizá para no remondarlos en agosto.
La huerta de Murcia, como si de un corazón se tratara, palpita. Y aunque ya nadie se acuerde, conforma un auténtico sistema de arterias que, en lugar de transportar sangre, distribuye el agua a sus últimos rincones, para luego recogerla en venas que exprimen hasta la última gota. Tan preciso es el engranaje, y tan similar al cuerpo humano, que si en éste existe el colesterol, no menos perjudicial resultan los atranques en la red de acequias. Por ello, cuando llegaba marzo, había que abordar la monda y desbroce, lo que garantizaba que el torrente circulatorio se mantenía tan sano como las frutas y hortalizas que daba la tierra. Pero, ¿qué había que sanear?
Las acequias mayores, que aún serpentean entre el espectacular crecimiento experimentado por la ciudad en la última década, se denominan Aljufía y Alquibla o Barreras. De ellas derivan otras cuarenta acequias menores, que se ramifican en hijuelas y estas, a su vez, en brazales y regaderas. Las aguas sobrantes se reúnen en pequeños cauces llamados escorredores, que van creando azarbetas hasta convertirse, por la reunión de varias de ellas, en azarbes, de los cuales dos se conocen como mayores. Grandes o diminutos, todos los canales había que mondar, según establecían las remotas Ordenanzas de la ciudad y la huerta.
La recopilación de las normas y costumbres que, desde tiempo inmemorial, habían regido la huerta y el campo de Murcia corrió a cargo de Juan de Medina, escribano principal del Concejo de Murcia, quien comenzó su redacción en 1579. Otros continuarían su obra. Hacia mediados del siglo XIX tomaría forma el texto definitivo hasta su actualización hace ahora tres décadas, para adecuarlo a la Ley de Aguas. Como novedad, en 1881, los murcianos conocieron por entregas, a través del Diario de Murcia, el proyecto de Ordenanzas redactado por Pedro Díaz Cassou.
La trascendencia de la monda era capital. De hecho, uno de los primeros privilegios otorgados a la ciudad por Alfonso X, fechado el 28 de abril de 1310, se dedicó a este menester. Aunque al menos tres siglos antes, bajo la dominación musulmana, ya se practicaban estas limpiezas anuales de los cauces. Desde entonces se sucederían diversos decretos reales para impulsar o recordar la necesidad de adecentar acequias, azarbes y brazales.
Las Ordenanzas de la Huerta establecen que los cauces de riego se mondarán todos los años «en el mes de marzo, primero las de un lado de la huerta y luego las del otro». Concretamente, el primer domingo del mes se cortaba el agua en los terrenos donde comenzara la monda, «la cual deberá estar acabada al tiempo de que pueda empezarse en el otro lado el domingo tercero del año».
El coste de la monda recaía en los huertanos o labradores mientras los gastos por obras de rehabilitación corrían a cargo de los dueños de las tierras, salvo en la acequia de Churra la Nueva, donde desde antiguo se consideraba la monda una obra nueva. De igual forma, los molineros estaban obligados a limpiar aquella parte por donde tomaban agua sus ingenios. Durante la monda y la llamada remonda, en el mes de agosto, los molinos paralizaban su actividad y sólo les estaba permitido moler a los situados en la capital, junto al Puente Viejo.
No siempre gozó esta labor del interés de los principales interesados. Su costo parecía desorbitado. De hecho, en 1891, el Ayuntamiento acordó iniciar la monda de oficio, después de quedar desierta la subasta. Pero no por ello era intrascendental el mantenimiento de los canales libres de suciedad. Ya no por facilitar las tareas de riego, sino para prevenir enfermedades «por no adoptar los sistemas de drenaje que la ciencia y la experiencia aconsejan», según un redactor de la época.
Nadie aprendió la lección. En 1926, la Junta de Hacendados protestó ante el Ayuntamiento de Murcia por el impuesto establecido para abordar los trabajos de la monda. Ascendía a 75.000 pesetas de la época. Por otro lado, los periódicos arremeterían en diversas ocasiones contra la subasta pública de este menester, por considerar que los concesionarios del servicio no lo realizaban de forma adecuada. El Diario de Murcia, como siempre, fue el más combativo, denunciando que los canales «permanecen inutilizados para el riego e infectos».
Multas a los pedáneos
El Consistorio murciano promulgó en 1865 un bando exigiendo a los labradores y huertanos que realizaran la monda en todos los canales, escorredores, azarbes y azarbetas que atravesaran el interior de sus propiedades, antes del día primero de mayo. De esta forma se evitaba el remanso de aguas pútridas cuando el calor apretara. El objetivo era prevenir infecciones y contagios. Correspondía a los pedáneos vigilar el cumplimiento de la norma y emitir un informe sobre las deficiencias observadas. De no hacerlo antes del 15 de mayo, se enfrentaban también a una cuantiosa multa.
Basta releer los periódicos del siglo XIX para comprobar que la monda siempre fue noticia. Y, a menudo, por sus consecuencias. Eso sucedió en 1877, recién inaugurado el actual teatro Romea, cuando los vecinos denunciaron que, a las espaldas del edificio, «existe un símil del desierto del Sáhara». Se referían a la existencia de montones de arena, que ya no sólo entorpecían la moda de la acequia Caravija sino que la impedían.
Tremenda polémica se suscitó en los diarios, cuyos redactores denunciaron que la construcción del teatro había bloqueado el paso del agua por aquella acequia. Pero, en cambio, también criticaron a los procuradores de la acequia, quienes se negaban a mondarla. El propio alcalde intervino para ordenar, según la ley, que procedieran a su saneamiento. Hoy, siglo y medio más tarde, aún parecen palpitar las acequias bajo el asfalto y el desarrollo de la ciudad. Y aún, aunque nadie parezca saberlo, se mondan estos cauces. Quizá para no remondarlos en agosto.
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