domingo, 28 de febrero de 2010

CARTAGENA/ Los bares que daban de comer a los reclutas

28.02.10 - 00:53 -
GUILLERMO JIMÉNEZ / la Verdad
Entre 9.000 y 11.000 militares (reclutas hasta jurar Bandera, soldados con uniforme caqui infantes de Marina, marineros…) componían la legión de fieles clientes de un núcleo de bares típicos de la Cartagena del casco antiguo entre los años cincuenta y hasta los ochenta y pico fronterizos con el éxodo de los uniformados. En esas tascas comían o cenaban los que renunciaban al rancho del cuartel. O a verle la 'cara de póker' al agrio cabo furriel de turno. Salir de paseo era expansionarse, respirar aire fresco y evitar el pescozón del cabo primero que les tenía manía. A saber. Todos bien pelados y afeitados porque de lo contrario los estirados de la PN (Policía Naval) o la PM (Policía Militar) actuaban en plena calle y se estaba sorteando un arresto.
Los veintidós, los veinticuatro, los dieciséis meses de 'mili', dependiendo del Cuerpo en el que se prestaba el servicio obligatorio, eran bien aprovechados por los dueños de locales como Los Pajaritos, Los Juanes o Casa Ginés, en la plaza del Rey; o en La Obrera, Gaspar y Casa Pepe, en plaza José María Artés; o Casa Antonio en calle Villamartín, famoso por sus patatas al ajo cabañil, chorro de vinagre incluido.
(Los trabajadores de la Bazán y los de la Maestranza de la Armada, personal civil, también engrosaban, al paso rumbo a sus trabajos, las filas de clientes de esos bares peculiares…)
Univesitarios en Casa Paco
La proximidad del Arsenal Militar y el Cuartel de Instrucción de Marinería daba vida a los bares próximos. Del mismo modo que en la explanada de la plaza de Toros, la cercanía del Cuartel del Ejército de Tierra proporcionaba faena a Casa Paco, con el Nono funcionando en la barra. Hoy siguen sus hijos allí, hasta un cierre inminente, pero ya no hay soldados en la clientela, cambiados por universitarios de la Politécnica, que hoy ocupa lo que fue recinto militar.
Más cerca del Parque de Artillería funcionaban algunos locales en la Serreta, como el Túnel, y algo más alejado, la bodega de Fructuoso en esquina de la calle Caballero con la de San Antonio el Pobre, con una artística fuente redonda de mármol blanco en el centro del establecimiento. Aunque allí no había papeo, tan sólo buen vínico, que no era poco.
También en el entorno hacia el puerto, en la calle del Cañón, en el Bar Canalejas, frente al Hotel España, a la vuelta del Taibilla, y en la misma acera de Fotos Abellán y de una lechería con muy buena leche, había militares sin graduación gastando la casi siempre famélica y 'birriosa' asignación que les entregaban los padres o los abuelos, o la 'ración a plata', minipaga oficial que daba el Gobierno de la época (Franco, Franco, Franco…) para poder tomar tres cafés fumarse un paquete de Celtas cortos y ver dos películas en el Cine Máiquez. Nada más.
Familiares de dueños del local de Los Juanes, que pasó a la historia, recuerdan que «tenían tanto trabajo que los sábados y domingos se formaban colas de muchos metros de soldados en la entrada para matar el hambre. Se comía principalmente un 'completo', que era un menú a base de patatas fritas, huevo y bistec». Con postre.
Tampoco faltaban allí a la hora de yantar los futbolistas solteros que había fichado el Cartagena o la Cartagenera del doctor Ángel Abengoechea en los años cincuenta y pico y sesenta como Bruna, Pepe Guzmán, Luis Torollo, Simarro, Paco García Domínguez. Seguramente tenían crédito y algunos pagaban 'fiao'. Todos se refugiaban en los bares de la plaza del Rey, en los que eran tratados a tono con la plaza: como reyes. Y dejaban en las paredes de la tasca sus fotos enmarcadas con dedicatoria a los dueños. De toros o toreros, nada. «El toro, sólo en el estofado».
A pelar patatas
A los dueños de los locales de comidas para reclutas y soldados les fastidiaba cantidad una mala moda que se impuso. Era como una epidemia. Lo cuenta José Antonio Celdrán González. «Mis hermanos, que trabajaban en el bar, notaban al hacer el recuento del día que cada jornada faltaban más y más cubiertos: tenedores, cucharas, cuchillos, de todo…Pero no se crea que faltaban diez o doce. Eran cantidades bastante altas: 50 o 70 cada día. Un disparate. Visto el panorama decidieron llamar aparte a los 'sospechosos' de quedarse con los cubiertos y los amenazaban con ir con el cante a sus superiores, en el Cuartel, para que devolviesen lo que se habían llevado».
En Los Juanes trabajaban todo el día dos personas en la cocina dedicadas exclusivamente a pelar patatas. Los precios eran baratísimos: una peseta o una 'rubia' que se decía con diez céntimos, menú con vino, pan y fruta del tiempo (del tiempo que muchos no habían comido).
En la calle de San Fernando un establecimiento se especializó en servir platos de arroz con leche, muy solicitado por los quintos todas las tardes, si quedaban perras para la merienda. Los reclutas le hacían nudos a la peseta. Y nada se dirá si se atrevían a invitar a la medio novia a una horchata en la Valenciana o en la Italiana, de la calle Mayor. También valía para lo mismo el quiosco de la plaza de San Francisco.
Había quintos y quintos. La mayoría con escasos recursos económicos para comer o cenar tres o cuatro veces en los bares especializados, fuera del cuartel, pero había casos de exagerado desahogo financiero. Había reclutas, hijos de papás adinerados, como era el caso de un soldado catalán con floreciente fábrica de salchichones en la comarca de Vich, que enviaba todos los meses al dueño del bar en el que almorzaba el 'pollo' un cheque bancario por valor de todas sus consumiciones y las de los amigos a los que el mozo quisiese invitar.
Cuando Cartagena se fue desmilitarizando, con el traslado de unidades y regimientos a otras comunidades, los nueve mil o doce mil potenciales clientes con uniforme caqui o con 'lepanto' en la cabeza desaparecieron. Los tiempos dieron un cambio brusco para la hostelería entrañable de la zona. Entrañable hostelería familiar, mucho antes de que llegase la etapa de los 'guiris' pidiendo tónicas con vodka o cosas por el estilo y quedase atrás la época de los barreños de aluminio con trozos de barra de hielo de las fábricas de calle San Agustín o de la de Salitre enfriando las coca-colas o los tercios de El Azor, la cerveza autóctona, que también se la llevó el viento.

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